Escribo porque no sé permanecer en silencio. Porque la palabra es mi carne y mi condena, y porque a veces la única manera de no enloquecer es dejar que la locura hable por mí. No busco respuestas, solo temperatura. Soy Laura Desamparada: lo que queda cuando el alma hierve demasiado.

sábado, 22 de noviembre de 2025

Soy el incendio

 

Intentaron cubrirme de tierra,

como se entierra a las mujeres

que incomodan.

Creyeron que bastaba el peso

de sus nombres,

de sus voces,

de sus zapatos sobre mi espalda.


Pero ardí.


Porque antes que yo

ardieron otras,

las que quemaron silencios,

las que rompieron sombras,

las que encendieron brasas

debajo de cada injusticia.


Soy hija de ese fuego.


Fui chispa en el borde de sus botas,

fui brasa bajo el miedo,

fui llama filtrándose

por las grietas que juraron sellar.


Quisieron que fuera obediencia,

pero me volví resplandor.

Quisieron que fuera polvo,

pero me hice viento

que levanta el polvo.


Soy el incendio

que ninguna mano masculina logró sofocar,

el que vuelve a prenderse

en el rincón más húmedo,

el que pasa de mujer en mujer

como un secreto invencible.


No ardo para ellos,

no brillo para ellos.


Ardo porque existo,

porque mi fuego es memoria,

es legado,

es cuerpo que ya no se disculpa.


Soy el incendio:

no me apago,

no me arrodillo,

no me disculpo.

Ardo para que el mundo recuerde

que las mujeres también somos fuego.

martes, 11 de noviembre de 2025

Noviembre desde la ventana

Un día gris,

noviembre suspendido entre el azul y el polvo.

El viento corre,

pero no trae frío.

Afuera las hojas tiemblan,

adentro, todo permanece quieto.


Alguna vez se quiso estudiar historia,

hundirse en los libros,

saber tanto como para conversar con el mundo.

Ser una mente brillante entre mentes que arden.

Y la vida —tan práctica—

ofreció otro camino,

de uniforme, de orden,

de límites que también son oficios del alma.


No hubo universidad,

pero hubo humanidad.

Y en cada historia ajena

una clase se dictó en silencio.


Hoy la oficina respira papeles,

nombres, informes, rutinas.

Y sin embargo,

todo parece bien.

No hay renuncia,

hay una aceptación tibia,

como si el destino también tuviera su propio horario de visitas.


A veces la vocación no muere,

solo cambia de cuerpo,

se disfraza de oficio,

de gesto,

de mirada que aún enseña,

aunque nadie le diga profesora.


Afuera noviembre insiste.

El cielo es una hoja abierta,

y el día —sin ser perfecto—

también tiene historia.

sábado, 1 de noviembre de 2025

Autopsia



Me recuesto sobre mí misma,

afilando los dedos como bisturíes.

No hay médico ni cadáver,

solo una mujer dispuesta a entenderse.


Parte por parte comienza el desmembramiento.

Parte por parte puedo diseccionar.

Los ojos van primero,

siempre fueron inútiles sin gafas.


Después, las manos,

esas que temblaban cuando tocaban la verdad,

que acariciaban promesas con la torpeza de quien busca curar,

sin saber si cerraban o abrían más heridas.


La lengua, húmeda, fatigada,

que besó tantos labios buscando un amor real,

puede ser arrancada sin culpa,

como se arranca una planta de raíz:

con el tallo aún tibio

y la savia de las palabras goteando en silencio.


El corazón es un órgano testarudo.

Late incluso cuando no debería,

cuando el cuerpo ya ha firmado su rendición.

Lo abro con cuidado

y salen nombres que aún respiran,

recuerdos en forma de coágulos,

una tristeza que bombea sin permiso.


Intento detenerlo,

pero se aferra a su hábito de sentir,

como si amar fuera su única función vital.


El vientre yace en calma,

un desierto tibio y exhausto.

Nadie lo habita ya,

ni la esperanza se atreve a cruzar su arena.


Fue casa, fue cuna,

ahora es un eco hundido en su propio silencio,

piel marchita que recuerda el pulso ajeno,

la promesa de latidos que ya no volverán.


Nadie lo tocará jamás.

Su soledad se ha hecho órgano,

una cavidad sin nombre

donde solo habita el recuerdo de haber contenido vida.


Mi mente es un lugar inhóspito,

donde, de vez en cuando,

una lluvia de ideas se deja caer.

A veces malas,

a veces buenas,

a veces inocentes,

a veces no tanto,

a veces ni un poco.


Cosas que no merecen Edén,

ni dios,

ni paraíso.

Solo el destierro de lo que nunca tuvo redención.


Ahora que todo yace abierto,

me observo como si fuera otra.

Aquí estoy,

soy una suma de órganos cansados

y de palabras arrancadas.


Ya no hay nada que diseccionar.

El cuerpo descansa en su evidencia,

la mente calla,

la lengua no busca,

las manos no tiemblan.


Solo queda el silencio,

extendido sobre la mesa fría,

esperando que alguien firme el informe,

o que nadie lo haga jamás.

Despertar con Celeste



Hoy desperté con Celeste.

El sol apenas se asomaba por la ventana,

y su respiración era tan suave

que parecía ordenar el mundo.


Amo dormir con ella,

pero amo más aún despertar a su lado.

Mirar su carita tranquila,

sus pestañas enredadas con los sueños,

esa paz que solo tienen los niños

antes de saber lo que pesa la vida.


Le tomé la mano, tan chiquitita,

y aun así me pareció enorme,

como si en esa palma diminuta

pudiera caber todo lo que soy.


Recordé cuando era una guagüita,

sus deditos cortos,

sus uñas frágiles,

su piel de durazno y leche tibia.

Entonces no entendía lo que era el amor,

pero ahora sé

que tenía forma de ella.


A veces me mira y sonríe,

y siento que el pecho me va a estallar,

como si dentro viviera una flor

que no deja de abrirse.


Me habla de insectos,

de hormigas que construyen castillos,

de mariposas que se esconden bajo las hojas,

y yo la escucho fascinada,

aunque sé que a veces inventa un poco,

como hacen los poetas.


Le beso la frente.

Su piel es tan suave

que me da miedo romperla con el aire.

Y pienso

que no hay oración más perfecta que su nombre,

ni silencio más puro

que el de verla dormir.


El amor que siento por ella

arde como oxitocina,

como fuego que no quema,

como vida que se renueva en cada amanecer.


Porque despertar con Celeste

es volver a verla nacer.