miércoles, 23 de diciembre de 2015

Declaración de amor

Muchas veces tuve miedo al sentir que enloquecía , tratando de ocultarme de lo que para mí resultaba algo ignorantemente inevitable.
Pero un día cualquiera me entregué al placer de sentir que mi vida no tenía riendas y que yo era la persona que menos podía controlarla.
Sentí lo rico que es hundirse en la pena y llorar lágrimas saladas.
Valoré cada una de ellas mientras rodaban por mi cara.
La sensación que me dejaba, esa angustia, era más que angustia, era placer.

En qué momento la pena se transformó en algo que ya no me dañaba, que no me destruía, sino que por el contrario, me hacía sentir más llena de vida.
Entonces ya nada era suficiente, y comencé a experimentar deseos más fuertes de sufrimiento, de autodestrucción. Realmente no tenía miedo a la muerte, me resultaba plenamente tentativa.
Tomé un cuchillo, un vidrio, una hoja de afeitar, una aguja, en fin, tantas cosas que enterré con gusto en mi cuerpo, disfrutando de la noble tristeza y vacío que me provocaba ver la sangre salir y correr por mi piel, degustando la belleza infinita de la sangre eterna, que al igual que las lágrimas saladas parecían no acabar jamás.

Para cuando la sangre se volvió insuficiente y las lágrimas parecían más letárgicas que animosas, desee probar sensaciones más riesgosas, más tristes, más deprimentes, porque en el fondo eso me hacía sentir bien, me hacía sentir viva.
Saqué para ese entonces, desde la caja de pastillas de mi mamá, las que me parecieron más coloridas, más atrevidas por si nombre o por su gramaje, las fui poniendo en mi boca una a una, saboreando ese amargor deseable que te acercaba a la muerte. Pienso que en algún momento realmente no deseaba morir, sólo necesitaba morir momentáneamente, levantarme al día siguiente luego de un largo día de descanso. Pero entonces un par de horas o un día no bastaba, y comprendí que sinceramente me gustaba esa idea que se genereba en mi cabeza al ver el dolor ajeno. Porque yo no tenía miedo, no, por el contrario, estaba bien para mí, después de todo, podría simplemente no despertar más y qué perdía yo.

Es lo bueno de no sentir, de no dejarse llevar por las emociones, de no entregarse a los afectos, porque eso no me hacía sentir bien, no. Por el contrario, mis relaciones interpersonales se fueron volviendo cada vez más caóticas y yo fui perdiendo cada vez más mi capacidad de razonamiento lógico y me fui entregando cada vez más a la frialdad de manipular, me fui haciendo una experta en el arte del delirio.

A medida que pasaban los años, me faltaban emociones fuertes y razones para sentirme miserable. Morirse ya no era lo mismo, porque si me moría, dejaba de sufrir y si dejaba de sufrir entonces dejaba de vivir. No sé si eso tendrá alguna lógica coherente, yo prefiero dejarlo así.
Y fue que apareció para mí el primer y más maravilloso contacto con las drogas, tan difícil de explicar ese descontrol corpóreo, esa pérdida de conciencia absoluta, hermosa, sublime.
Yo ya no me pertenecía a mi, yo le pertenecía a mi suerte, a la suerte de seguir con vida, después de tantos derrumbes y sobredosis exquisita sobredosis de culpa y arrepentimiento. Las probé en varias formas y colores, sola o acompañada, daba lo mismo, la sensación era la más pura y sin igual experiencia de vida que había tenido hasta entonces.

Qué era eso de amar, qué era eso de querer o de que te importara lo que pasará a tu alrededor. Las demás personas podían irse todas a la punta del cerro, yo quería drogarme y alcoholizarme y despertar o no despertar, daba lo mismo, pues de morir, habría muerto con la dicha más grande que mi cuerpo puede desear. Ser un estropajo y perder el respeto propio, entregarse a lo que fuera, sin cuestionarse, sin limitarse, era mejor que ver salir sangre de mi cuerpo, era sentir la sangre fluyendo dentro de todo mi yo. Perdí un par de cosas en el camino, un par de objetos u un par de amigos, eso de a poco fue dando lo mismo. Porque ese instinto gregario y materialismo es propio de la gente llena de vida y yo no, yo estaba llena de muerte y la muerte para mí era la vida.

Quiero afirmar y jurar, que hoy día no tengo miedo a volverme loca, no tengo miedo a perder la razón, no tengo miedo a la muerte, no tengo miedo al sufrimiento, puedo asegurar que entre más hundida y podrida estoy, me siento más llena de vida. Vi un cuadro mío, en el cual yo estaba internada, alejada de la gente, gozando cada diagnóstico y destrozando la paciencia de quienes estaban a mi cargo, era tan gracioso, ponerse a llorar, cortarse un poquito y las personas se espantan con todo. Ellos no saben de sentirse vivos.

Cuando yo muero, en mis sueños, es cuando me libero de todo lo que me ata a la tierra, me veo libre y sin tapujos, me veo feliz y contenta. Levantarse cada día después de tan bellos sueños es horrible, es vivir en una constante pesadilla, asumir mi realidad condicionada, me hace sentir autocompasión, me hace sentir vergüenza de mí misma, me hace sentir enferma crónica y deshauciadamente.