jueves, 9 de octubre de 2025

La búsqueda

No recuerdo cuándo comenzó esta necesidad de doler.

Tal vez el dolor fue lo primero que aprendí a nombrar,

antes incluso del amor o del miedo.

A veces pienso que vine al mundo con el alma un poco rota,

y que desde entonces ando recogiendo los pedazos

para armarme otra vez,

una y otra vez,

aunque nunca encajen del todo.


He intentado comprender la felicidad,

tocarla, poseerla,

pero se escurre entre mis dedos

como el agua que se burla de la sed.

Hay días en que creo haberla rozado,

en los brazos de alguien,

en un rayo de sol sobre el suelo,

en una risa breve,

pero dura tan poco que parece un recuerdo inventado.


La busco como quien persigue un sueño recurrente,

esa sensación tibia que se olvida al despertar,

pero que deja una huella leve,

un olor a promesa.

Y me obsesiona esa promesa.

Me desvela, me enferma, me enciende.

A veces lloro sin razón,

pensando que alguna vez fui feliz

o que tal vez nunca lo fui,

y ambas ideas me duelen por igual.


Mi mente es un laberinto con las luces encendidas y sin salida,

una casa donde el eco de mis pensamientos

habla más fuerte que mi voz.

Convivo con mis sombras,

les sirvo café por las mañanas

y conversamos de lo que no se puede olvidar.


No me avergüenza admitir que he querido desaparecer.

No por cobardía,

sino por cansancio,

por esa fatiga antigua que se arrastra entre los huesos.

Y sin embargo, aquí sigo,

escribiendo, respirando,

tanteando en la oscuridad

como quien busca un interruptor en una habitación sin paredes.


He aprendido a vivir con el dolor

como se vive con una cicatriz:

a veces no duele, pero siempre está.

El sufrimiento se ha vuelto mi medida del mundo,

mi manera de recordar que sigo viva.

Si no duele, me vacío.

Si no arde, no existo.


Y sin embargo,

en medio de esta locura,

hay algo hermoso:

una especie de ternura hacia mí misma,

una compasión cansada

que me abraza cuando todo parece perder sentido.

He hecho las paces con mis desvaríos,

con mi corazón errante que busca belleza hasta en el polvo.


Porque hay belleza, incluso en la ruina.

En cada palabra que tiembla,

en cada lágrima que no cae,

en cada intento de nombrar lo que no se deja nombrar.


Mientras existan las palabras,

yo existiré.

Aunque el cuerpo se quiebre,

aunque la mente se agote,

las letras me sostienen,

me salvan del silencio,

me recuerdan que el dolor también sabe escribir poesía.


Seguiré buscando la felicidad,

aunque nunca llegue.

Seguiré escribiendo sobre ella,

aunque sea solo una ilusión con rostro de amanecer.

Seguiré llamándola por su nombre,

aunque no responda,

porque hay esperanza incluso en la espera,

y mientras espero, estoy viva.

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